27 septiembre 2007

ICH BIN EIN BERLINER

Berlín. Una ciudad legendaria, escenario de tragedias y epopeyas clave de la historia europea contemporánea, casi un lugar de peregrinación. Si bien ya no es el Berlín de 1990, que acababa de derribar el Muro y se abría al mundo con una efervescencia juvenil, esta ciudad se ha vuelto a reinventar a sí misma hasta alcanzar, en apenas unas décadas, el status de gran capital que a otras urbes les ha llevado siglos conquistar.
Primera parada, Spandau, un nombre con instantáneos ecos de pasado. Aquí se alzaba la prisión en que varios jerarcas nazis fueron encarcelados tras el primero de los juicios de Nuremberg y donde el último de ellos, Rudolph Hess, pasó en soledad más de 20 años, hasta su suicidio en 1987 (su carcelero y sin embargo amigo escribió en 1974 un libro que, muy certeramente, tituló “El hombre más solitario del mundo”). Después, Spandau fue demolida para evitar que se convirtiera en un santuario, en lugar de peregrinaje para neonazis. Los suburbios se suceden dando la impresión de una urbe enorme, mayor de lo esperado. A lo lejos aparece la silueta del Bundestag (antes Reichstag), el edificio del parlamento con su gran cúpula de cristal diseñada por Norman Foster. Una cierta sensación de caos parece definir su trazado urbanístico.
Al día siguiente amanece soleado en Berlín y me pregunto como siempre por estas latitudes por qué misteriosa razón es tan difícil encontrar en esta parte de Europa unas sencillas y prácticas persianas. ¿Habrá llegado hasta aquí este valioso invento? Después de caminar por los emocionantes vericuetos de Oranienburgerstrasse y Alexanderplatz (aún en obras), nos dirigimos al Checkpoint Charlie, el más famoso de los pasos fronterizos que conectaba las zonas de control estadounidense y soviética, donde se encuentra el Museo del Muro. El muro, una palabra que aún retumba en el recuerdo con la fuerza de un mazazo. Recorriendo sus galerías te das cuenta de hasta qué punto puede llegar la estupidez humana, eres consciente de las aberraciones que provocó la insensatez de la Guerra Fría. También aprendes que no hubo uno sino dos muros, que corrían paralelos a lo largo del death strip (franja de la muerte), la vitanda tierra de nadie que fue última parada para tantos y tantos desdichados en busca de libertad. Esta infamia de hormigón armado llegó a tener una longitud de más de 150 kilómetros y aún hoy, casi 20 años después de su caída, su presencia es difícilmente soslayable. Aquí y allá, como si un dios caprichoso hubiera llorado lágrimas de piedra, trozos de muro se encuentran diseminados por toda la ciudad. Si miras al suelo y ves una extraña e impúdica cicatriz en el asfalto, sabes que por ahí pasó el muro, quizá como un recordatorio contumaz de la Historia. Berlín fue totalmente reconstruída tras la guerra y, aunque ello la ha hecho víctima de una estética urbanística a menudo neutra e impersonal, es un lugar cuyos rincones te hablan a menudo de cómo fue.
Continuamos con una visita imprescindible: el Museo Judío. Situado tras una fachada de corte clásico se encuentra el impresionante edificio diseñado por el arquitecto Daniel Libeskind, una construcción revestida en zinc que alberga 3.000 metros cuadrados de estupefacción, sorpresas y espanto. La historia del pueblo judío en la Germania de los dos últimos milenios. En el museo se puede leer que varias ciudades alemanas fueron fundadas por judíos ya desde el siglo VIII, años antes de que llegaran a estas tierras muchos de los arios cuyos descendientes, doce siglos después, intentarían exterminar a toda una raza que calificaban de extranjera. Es asombroso descubrir que las persecuciones y matanzas contra este pueblo se han sucedido desde tiempos inmemoriales, y que mentes tan preclaras y aparentemente sensatas como Kant aseguraban, ya en 1798, que los judíos “son los modernos vampiros de la sociedad” (sic).

Abandonamos el museo y encaminamos nuestros pasos hacia el símbolo del nuevo Berlín, la moderna Potsdamer Platz. La enorme inmigración turca se hace patente en la cantidad de bares para deglucir kebabs elefantiásicos y otras delicatessen de batalla. Uno de los más impresionantes es el SuperSpar, en la confluencia con Schönhauserstrasse. En un edificio salvado por los okupas de la demolición y reconvertido en centro de arte alternativo se encuentra el Cafe Zapata, uno de esos bares en los que el prosaico acto de tomarse una cerveza adquiere tintes de pequeño acontecimiento, tal es su encanto. Poco a poco, la reputación de cosmopolitismo y vanguardia que arrastra esta urbe de 3’4 millones de almas se va confirmando. Para cimentarla, nada mejor que visitar el Mudd Club, un lugar en el que viviremos nuestra velada más inolvidable. Notas salidas del talento de Goran Bregovic suenan mientras se hace imposible dejar de mover los pies. Y la más peculiar versión del tema principal de “La pantera rosa” que hubiera sido bailada por el mismísimo Henry Mancini.

Un nuevo buceo en el pasado reciente nos lleva a la impactante “Topografía del terror”, una exposición al aire libre situada en la ya desaparecida Prinz-Albrecht-Strasse, actualmente Niederkirchnerstrasse. En estos terrenos se encontraba el centro neurálgico del poder nazi: La dirección administrativa y el servicio de seguridad de las SS, el cuartel general de la Gestapo y la oficina central de seguridad del Reich (RSHA). Las instituciones nucleares de la persecución y el terror tenían aquí su sede.Para terminar de completar el cuadro, visitamos el Museo de la Resistencia, la otra cara de la moneda, la de aquellos que lucharon contra la tiranía. Entre ellos, el coronel Claus von Stauffenberg, conspirador ejecutivo del complot que el 20 de julio de 1944 estuvo a punto de matar a Hitler.
Llegamos al Tiergarten, el mayor parque de la ciudad (en cuyo mercado consigo, por fin, mi ansiada camiseta made in Berlin), cruzo Little Istambul, un barrio plagado de restaurantes y tiendas turcas, y alcanzo la East Side Gallery, el mayor pedazo de muro que se conserva (1’3 kilómetros ) convertido en lienzo callejero de artistas de todo el mundo. Es aquí, detrás de esta enorme sección del muro, donde se encuentra un simulacro de playa a lo largo del río Spree. El lugar tiene el encanto de lo surreal. Desde el Oststrand, seguramente el bar más improbable de la ciudad, se puede observar el curso del río hasta vislumbrar la Torre de la Televisión, el faro de Berlín situado allá en Alexanderplatz, con su pelota central decorada como un gigantesco balón de fútbol merced al Mundial.
El 26 de junio de 1963 el presidente Kennedy estuvo en Berlín. Fue aquí donde pronunció uno de sus discursos más recordados. Inflamado de concordia, se dirigió a las masas y proclamó su inmortal “Ich bin ein Berliner” (Yo soy berlinés). Berlín Oeste era entonces un símbolo del mundo libre frente a la opresión del comunismo que acababa de erigir la ignominia del Muro. Aunque las palabras de Kennedy no dejaban de ser una expresión más de la dialéctica de la Guerra Fría, su eco resuena ahora en nuestra memoria y nos invita a pensar que, por unos días, nos hemos sentido berlineses.