16 diciembre 2007

Un rayo de esperanza, por O.B.A.

Habitaba uno de esos días cuando contemplé, en las entrañas de la tierra, una sucesión de escenas que todavía retumban en mi memoria. Acababa de llegar al andén del metro. En ese momento, las imágenes de las pantallas de TV del metro informaban del último atentado terrorista. Los del norte habían vuelto a hacer de las suyas. En esta ocasión se trataba de dos asesinatos. Pensé que la realidad ya era bastante difícil como para recibir este bombardeo mediático de tristeza. A mi lado, un par de metros a la izquierda, se sentaba un señor mayor. No tendría menos de 65 años. Su rostro estaba surcado por arrugas profundas e infinitas, y su gesto perdido denotaba soledad. La pantalla de TV reportaba ahora la última oleada de inmigrantes llegados a nuestras costas. Entonces, espoleado por la noticia, el hombre, con expresión de asco y odio en la mirada, escupió un fulminante “Se nos ha llenado España de gentuza”. Parecía una de esas personas a las que el rencor y la amargura han hecho su víctima, alguien preso de un resquemor universal y quizá de una historia personal desdichada. Cientos de estas personas vagan por las calles de nuestras ciudades, perdidas, solas, guiadas a la deriva por la brújula de su desesperación, de su vacío, paseando su naufragio frente a nuestros ojos anestesiados.
Seguí mirando al frente, pero mi atención ya estaba cautiva. En ese momento llegó el metro. Una vez dentro, de nuevo tenía al hombre sentado a mi izquierda. La máquina arrancó y él comenzó a leer su libro. Sentí curiosidad por saber qué libro era, me preguntaba qué clase de lectura podría interesar a alguien capaz de semejante alarde de xenofobia. Llegamos a la siguiente parada y un tropel de gente inundó el vagón. Ahora, un joven colombiano, quizá ecuatoriano, se encontraba de pie junto al hombre, con su preciosa hija de apenas 3 años jugueteando a lomos de un triciclo multicolor de plástico. La niña empezó a hablar al hombre, a sonreirle, mientras le mostraba las maravillas de su simpático vehículo. Y entonces se obró el milagro. La oscuridad se transformó en luz, el rictus seco en gesto amable, lo agrio se convirtió en dulce. El hombre, como un abuelo embobado ante las evoluciones de su nieta, sonrió de vuelta y comenzó a hablar con esa criatura de piel de chocolate. Sus ajadas arrugas eran ahora surcos cincelados por la alegría, por la sonrisa. Era hermoso contemplar su metamorfosis, el festival de ternura que de repente inundaba su mundo, su hipnosis frente al poder inmaculado y revolucionario de la inocencia. En los estrechos límites de aquel vagón el tiempo se detuvo mientras yo, hechizado, no podía hacer otra cosa que maravillarme ante la sencilla y espontánea belleza de la escena.
El metro continuó su marcha cabalgando entre estaciones. En una de ellas, se bajaron el hombre y la niña junto a su padre, tomando direcciones opuestas. El hombre, con andar vacilante, aún conservaba en su cara una gran sonrisa, una expresión feliz que parecía reconciliarle con la vida y con lo bueno que pueda haber en ella. El metro se adentró de nuevo en la oscuridad y yo, todavía prisionero del gozo, sentí que mi corazón era atravesado por un fresco y terapéutico rayo de esperanza.