04 octubre 2007

Cartas desde Iwo Jima, por O.B.A.

Clint Eastwood, 2006
La ignorancia de los pueblos es una de las formas que tiene el pasado de perpetuar su horror. Pensaba en ello mientras leía recientemente los resultados de una encuesta, realizada en Estados Unidos, en la que se preguntaba a ciudadanos americanos por el número de caídos en la guerra de Vietnam. La mayor parte de ellos dio una cifra en torno a 60.000. Ataúd más ataúd menos, esa fue sólo la cantidad de soldados americanos muertos. Apenas ninguna mención al bando contrario, nada sobre el genocidio de facto que borró del mapa a más de dos millones de vietnamitas. Por ello es tan digno de encomio que Clint Eastwood, uno de los grandes del cine actual, haya cedido su voz y la rotundidad de medios del cine americano a la mirada de otro pueblo, al enemigo, algo que no pasaba en Hollywood desde que Oliver Stone hizo algo similar en su mística y antibelicista “El cielo y la tierra” (1993).
Ya desde su mismo título, “Cartas desde Iwo Jima” es un acercamiento intimista al modo en que los japoneses vivieron este episodio, una de las batallas más nombradas y sin embargo ignoradas de la Segunda Guerra Mundial. No hay espacio para la épica heroica ni para el despliegue pirotécnico tan típicos del cine bélico. Hay imágenes de fuerte contenido documental, hay blanco y negro despojado de artificios, hay sensibilidad y compasión en el retrato de unos tiempos despiadados, hay empatía hacia el miedo y la cobardía de unos soldados, no por militares carentes de humanidad, que son la metáfora de toda una época. La guerra, esa tragedia tan a menudo ensalzada por el cine, es aquí sólo el escenario de un teatro de emociones extremas y certezas rotas. A pie de trinchera, Eastwood nos muestra el fatalismo de un pueblo orgulloso decidido a inmolarse ante un titán invencible, pero también el lado humano de sus hijos, su fragilidad y su deserción. Esta desmitificación del kamikazismo nipón nos revela a los japoneses como algo más que frías máquinas de matar y de morir, nos los hace creíbles y pone en marcha nuestros mecanismos de identificación. La guerra, como la muerte, es una dama negra que iguala a los hombres, a los enemigos, hermanados en un destino trágico, y solo esta idea debería hacernos reflexionar obre la futilidad de tantos conflictos armados.
No seré yo quien caiga en la ingenuidad de pensar que el enfrentamiento es o debería ser algo ajeno al hombre, que la crueldad y la violencia no son rasgos tan humanos como lo puedan ser la bondad y la compasión, pero resulta esperanzador ser testigo de películas como esta, antídotos contra esta polarizada bomba de tiempo en que algunos personajes, maestros del poder y de la muerte, están intentando convertir el mundo en que vivimos.

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