04 octubre 2007

La Vida de los Otros, por O.B.A.

Florian Henckel von Donnersmarck, 2006
Hace ya mucho tiempo, tanto que parece que nunca hubiera sucedido, vivíamos en un país donde el Estado tenía el monopolio de la verdad y el cinismo y la opresión sofocaban con su sombra todo indicio de dignidad. Esa finca se llamaba República Democrática (!) Alemana o RDA. Nosotros, los miembros de la Stasi, su siniestra y omnisciente policía política, éramos la espada y el escudo del régimen. Debíamos saberlo todo, controlarlo todo, husmear cualquier atisbo de disidencia y reprimirla por cualquier medio necesario. Eran tiempos deshumanizados, tristes y grises, una muestra de las simas de la indecencia a que puede llegar el hombre en su persecución del hombre, pero era un trabajo que alguien tenía que hacer.
Llegamos a ser más de 90.000 y a tener unos 300.000 informantes, es decir, uno de cada cincuenta alemanes orientales colaboraba con nosotros. Éramos los fontaneros del régimen, peones de una maquinaria de manipulación e intimidación, cotidianos asesinos de la esperanza. Perseguíamos a los artistas, a los discrepantes, a los poetas, esos “ingenieros del alma” en palabras del hermano Stalin. Los sentimientos y la moral eran sepultados bajo el tonelaje de un sistema embrutecedor que, sin embargo, nunca cuestionamos. El talento y el ingenio eran puestos al servicio de la represión, y en esto alcanzamos cotas de sofisticación inimaginables.
Ahora, con la perspectiva de los años pasados, me planteo si todo aquel horror no era sino el reflejo de un vacío y una podredumbre internos. ¿Y si espiar, sabotear, amedrentar, secuestrar y matar estuviera mal? ¿Y si en el fondo todo lo que sentía era envidia, envidia de lo que otros poseían y yo nunca tendría? En la tierra del socialismo real, las dudas y las flaquezas eran zonas pestilentes, amenazas de grieta en el cuerpo de un sistema monolítico, y yo empecé a sentirlas después de años de metódica y ciega obediencia. La historia de este momento debería ser contada con el arma de una emoción callada y contenida pero profunda y progresiva. Enfrentado al tapiz sonoro de unas hermosas notas musicales, descubrí que podía llorar ante la brutalidad tanto del atropello como de la belleza, y ese fue el principio de mi fin como lacayo del Estado.
El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y, con él, todo un mundo llegó a su ocaso. Aun empleado del gobierno, trabajaba en las catacumbas del sórdido y aburrido departamento de espionaje epistolar, pero hacía mucho que era ajeno a la doctrina del régimen, a su intolerancia y su mesianismo, resignado a una vida gris como el cemento de aquel edificio oscuro, cuartel general de la Stasi, desde el que se manoseó el destino de todo un pueblo.
Mi nombre es Wiesler y soy cartero.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excepcional película. Creo que volveré a verla.
Javi

Yago dijo...

Meter una crítica de cine de Oscar (esta vez, con doble sentido) siempre engrandece un blog.
Gran idea.
Genial y original la crítica.
Qué decir de la película, lágrimas de la emoción y callos en las manos de aplaudir.
Lástima el fallecimiento de Urich Mühe pero siempre le recordaremos por este magnífico trabajo.